domingo, 14 de agosto de 2016

EL RITO DE LA BALMA
Al finalizar el ritual secreto, los chamanes de la unión de clanes hicieron subir al líder de caza y guerra de cada una de ellas. Uno por uno se les mostró el plan de batalla plasmado desde tiempo inmemorial en el abrigo de la balma, situado a media altura del escarpe. Cada gran cazador observó los dibujos, maravillado por el mágico poder de aquellas imágenes en movimiento, sintiendo un escalofrío ante los hombres tensando los arcos..., esos arqueros que eran ellos y, al mismo tiempo no lo eran, imágenes de hombres que ya no existían a la vez que de hombres por existir. Volvieron la vista hacia la hoz del río y su maravilla alcanzó el culmen al comprender, de un simple vistazo cómo la magia de la pintura se correspondía con la realidad del lugar. Escucharon atentos las instrucciones de los chamanes, innecesarias por lo claro que estaba lo que se había de hacer y descendieron a impartir las órdenes concretas sobre dónde ubicarse y cómo actuar.
El río, como tantos otros de lo que hoy conocemos como cuenca mediterránea, sólo fluía durante unas semanas en la época de bajar las aguas al gran lago salado y desaparecía, resucitando brevemente tras una lluvia torrencial. El resto del año era un pedregal serpenteante que se abría paso entre barrancos, ofreciendo a hombres y animales unas cuantas charcas en las que saciar la sed. A veces ni eso.
Al pie del abrigo de la balma había una charca, una de las mejores de la zona. Si no la hubiera, el abrigo no contendría magia alguna, la fuerza de las imágenes se complementa con la del agua que surge y desaparece en la tierra.
Todos se situaron en los lugares indicados y aguardaron. Pasó una hora, pasó un día, nada sucedió y nadie se movió sino lo indispensable. Pasó una noche, pasó una mañana, una tarde y, cuando el fuego del cielo de otoño empezaba a descender, una de las centinelas destacadas en lo alto hizo la señal convenida y cada uno se ocultó tras las rocas, tras los arbustos.
El tiempo transcurrió con una lentitud exasperante. Otra centinela reiteró la señal. Ahora eran cuatro indicando a los chamanes y los tres grupos de hombres que el momento había llegado.
Por el recodo de la izquierda de la balma, los chamanes les vieron llegar tal y como las imágenes anunciaban. Las víctimas se aproximaban sin prisa, casi de manera despreocupada, sabedoras de que el agua les estaba esperando. Ni la proximidad de la charca les hizo apretar el paso. El más anciano de los hechiceros alzó el brazo y una centinela indicó al primer grupo que avanzase. Así lo hicieron los hombres, abandonando sus posiciones en el mayor silencio y disponiéndose a cerrar el valle para cortar la retirada.
Mientras, llegaron al agua y empezaron a beber. Una nueva señal y el segundo grupo, a cubierto, cortó el cauce por el lado opuesto. Era el momento. Los chamanes gritaron al unísono la invocación de la muerte que da la vida y todo sucedió entonces muy deprisa. Los que habían cortado la retirada corrieron hacia la charca profiriendo aterradores alaridos al tiempo que volaban dos o tres flechas y en el agua hubo apenas un segundo de confusión antes de iniciarse una loca carrera para poner distancia con los agresores, que contaban con la impagable ventaja de la sorpresa.
Apenas treinta o cuarenta metros permitían alcanzar el siguiente recodo del río seco, que giraba hacia la izquierda y ponerse a resguardo de los atacantes, pero era sólo una ilusión. Apenas tomaron la curva el segundo grupo se les echó encima y cundió el desconcierto. Pero quedaba una esperanza: el río había labrado un estrecho paso entre las rocas, un camino de huída, hacia él se lanzaron sin dudar, y hacia él hizo la centinela la señal definitiva. Apenas lo enfilaron les recibió una nube de flechas que atravesaron pechos, cuellos, costados. La trampa se había cerrado sin escapatoria posible. Los dos grupos que cortaban el cauce llegaron al fin y aquello fue una carnicería. Ninguno escapó. La magia había surtido efecto, una vez más.
Los hombres andaban de acá para allá, rematando agonizantes, cuando llegaron los hechiceros entonando cánticos, acompañados por las centinelas. En unos minutos estarían también las demás mujeres, los ancianos, los niños y podría comenzar la gran fiesta anual. Una manada entera de ciervos yacía a sus pies, el macho vencedor en la berrea, sus numerosas esposas e incluso varios cachorros de días, cuya vida fue un breve destello de aromas a monte y sangre.
Una celebración memorable. Jóvenes y ancianos recibieron los bocados más tiernos, los chamanes engulleron ritualmente las partes que acrecentarían su magia, los hombres las que les harían más fuertes y las mujeres comieron lo mejor de las hembras para hacerse con su fertilidad, garantizando la descendencia, asegurando el futuro de la unión de clanes. Sólo en ocasión tan especial se mataba a las hembras. Durante días se bailó y se rezó, se habló y se cantó, se compitió, se comió, se disfrutó y, por encima de todo, se arreglaron matrimonios.
Cuando todo fue consumido, cada grupo se reunió por separado, el chamán y el gran cazador, los hombres, los ancianos y los niños. Las mujeres acompañaron a cada muchacha a su nueva familia. Hubo lágrimas, abrazos, cantos, bienvenidas y despedidas. Todos se dispusieron a regresar, cada uno a su poblado. Ya no eran la unión de clanes. Volvían a ser grupos independientes, confederados, vecinos unidos por lazos espirituales y familiares, pero independientes por encima de cualquier otra consideración. Mañana, ya en la aldea, antes de que se borren los recuerdos de las jornadas felices pasadas en común, el hechicero, la sacerdotisa y el gran cazador empezarán a ver la manera de ampliar el territorio de caza, el modo de desplazar a los del poblado vecino, ayer hermanos y hoy competidores. Tratarán de hacerse con los cazaderos..., por las malas, ya que por las buenas nadie acepta ceder su terreno. En un año, renacerá la lealtad de la unión de clanes y volverá el tiempo feliz del rito inmemorial de la balma, la caza en común y la celebración de la vida. Hasta entonces...
(La concavidad o balma al que se refiere este relato, es el abrigo levantino denominado Cova dels Cavalls o Cueva de los Caballos, situado en el Barranco de Valltorta, en las inmediaciones de la localidad castellonense de Tirig)